Hambre en Chile: el fantasma que la pandemia trajo de regreso
Las alarmas se encendieron cuando la FAO advirtió que un millón de chilenos podría pasar hambre a causa del Covid-19. El llamado de atención, sin embargo, no sorprendió a los miles de hombres y mujeres que conviven a diario y desde hace décadas con la inseguridad alimentaria en nuestro país.
En el campamento Las Algas de Talcahuano, el más populoso de la comuna puerto, quedan provisiones para cuatro semanas. Así lo indica el balance realizado en la sede de la comunidad, una mediagua de dos ambientes donde en un sector se cocina y en otro se acumulan paquetes de fideos, arroz, lentejas, latas de jurel y mallas de verduras.
En el equipo inventario, dos vecinas se encargan de actualizar el registro, una cuaderno en mano y otra en cuclillas. Ambas revisan cuánto va quedando en la despensa y separan minuciosamente los alimentos destinados a la olla común de la jornada. Es martes, son las 11:30 de la mañana y la minuta dictamina que hoy toca arroz con croquetas de jurel.
Otras seis jefas de hogar se distribuyen las tareas en la cocina, habitación acondicionada que no supera los cuatro por cinco metros. En la sede de Las Algas es imposible mantener la distancia física y contra ello solo queda el uso marcial de mascarillas.
El panorama es el siguiente: si bien en Las Algas han logrado mantener a raya los contagios por Covid-19, la emergencia los ha golpeado con el agravamiento de una condición de pobreza que no deja otro remedio que organizarse para almorzar. Tal como en muchos otros puntos del país, el campamento alguero encontró en la olla común el único medio que le permite sortear la malnutrición de los residentes más afectados por la crisis.
Camila Hernández (26 años, en la foto principal), una de las cocineras, se esmera en pelar ajos o “pelar el ajo”, como describe valiéndose del dicho popular. Estas son las primeras “ollas” que le toca preparar en tres años viviendo en el campamento, donde comparte techo con su esposo y sus dos hijos de 6 y 2 años. Dice que antes se encontraba allegada en la casa de sus suegros en una población cercana, y que aunque no pasaba mayores necesidades, las ganas de tener un espacio propio la llevaron a venir a Las Algas.
—Agarramos nuestras cosas y nos instalamos. Nos demoramos un mes en parar la casita y aquí estamos. Eso pasa cuando las familias crecen —narra Camila, quien asegura que en el último tiempo las condiciones del campamento venían presentando algunas mejoras gracias a la coordinación de los mismos habitantes.
De hecho, antes de que la pandemia impactara a los cerros de Talcahuano con la amenaza de la cesantía y el hambre, la sede de Las Algas cumplía el papel de biblioteca, lugar para las actividades de estudiantes que no disponen de un rincón tranquilo en sus hogares. Hoy los libros y fotocopias, arrumados en un mueble esquinero, han tenido que ceder espacio a los alimentos no perecibles y los preparativos diarios de la comida.
El cuidado de los niños, niñas y adolescentes en Las Algas es una de las grandes preocupaciones de la comunidad. De las 420 personas que residen en el campamento, 253 son menores de edad y 133 son niños de 10 años o menos. Hasta la suspensión de las clases, buena parte de ese grupo almorzaba en sus escuelas, aliviando en algo la planificación de los recursos familiares. Actualmente se han transformado en la población prioritaria de cada olla común que se dispone, puesto que las cajas quincenales de Junaeb, cuando llegan, resultan evidentemente insuficientes para las necesidades alimenticias de los menores.
Inexplicablemente, de un mes a otro —detallan las vecinas—, vienen cantidades distintas de huevos, leches y otros productos. Eso cuando se recibe el aporte del Estado. Susana Granceli (37), mamá de cuatro hijos, protesta por no ser beneficiaria de nada pese a vivir en Las Algas y tener a su hija inscrita. —Fui a su liceo a reclamar, le dije a la inspectora si acaso le parecía poco que mi niña esté en el programa Puente, con su mamá y su papá sin trabajo, viviendo en un campamento y comiendo de una olla común. “No le puedo creer”, me dijo.
En Las Algas las historias de registros incompletos, dificultades con trámites e invisibilización se repiten en cada familia. Cristina Durán (38), presidenta del campamento, acota que a ojos de la autoridad pasan inadvertidos, incluso en pandemia. —Le decimos a la gente, al gobierno, que nosotros estamos acá, existimos, y que no por tomarnos un terreno queremos las cosas gratis, queremos dignidad.
Frente a la total incertidumbre, el escaso apoyo y la falta de dinero, la olla común se volvió inevitable. Cristina Durán recuerda que en los momentos más duros de la emergencia sanitaria tuvieron el primer almuerzo comunitario y que desde entonces no se han detenido. Partieron con colaboraciones de los mismos vecinos y hoy tienen ayuda de particulares, empresas, ONG’s y sindicatos que se han acercado a ofrecer una mano.
Los aportes son indispensables y cada vez necesitan más de ellos. La primera olla común logró 100 raciones y ya van en 160. —Empezamos con 9 kilos de arroz en un día, vamos en 17. Cuando hacemos fideos echamos a cocer 40 paquetes. Tenemos un buen stock, pero seguimos sumando gente en la extrema pobreza —comenta la presidenta de Las Algas, quien tiene muy claro el responsable de tanta precariedad: el desempleo.
Estima que el coronavirus ha dejado a 70 jefes o jefas de hogar del campamento alguero sin trabajo, y de ello apenas van algunos meses, por lo que teme que la situación solo siga empeorando y que las ollas, la cocina y la despensa pronto no den abasto.
Cruzando la cancha de fútbol Los Lobos de Talcahuano, a menos de diez minutos de Las Algas, se ubica el campamento Las Gaviotas. Héctor Romero (28), su principal representante, es uno de los residentes que quedó desocupado en tiempos de coronavirus. Gasfiter certificado, lamenta que no ha salido ningún “pololito” en meses.
La misma inestabilidad laboral lo obligó hace cuatro años a instalarse en Las Gaviotas junto a su pareja y su hijo mayor. Ahora, con dos pequeños más, arrienda una mediagua por $50.000 y vive, o sobrevive, gracias al dinero que obtiene su compañera por medio del programa Proempleo.
Héctor calcula que la mitad de los y las trabajadoras de Las Gaviotas se encuentra en la cesantía total producto del Covid. Ese convencimiento los llevó a organizar una primera porotada la segunda semana de mayo y, al igual que en Las Algas, desde entonces la olla común no ha parado.
El almuerzo abastece a la gran mayoría de las 220 personas que viven en el campamento Las Gaviotas, pero no únicamente a ellos. Héctor Romero sincera, con una mezcla de desesperanza y orgullo, que también llegan afuerinos a buscar uno o dos cucharones de caldo, arroz o legumbres que los libren del ayuno forzado.
—Viene gente de tercera edad de la población que está junto al campamento a buscar su plato de comida. Externos, abuelitos de una población establecida que vienen acá con su ollita. Y acá no se les niega el almuerzo. Sabemos que las pensiones de los adultos mayores son una miseria y en Las Gaviotas les abrimos las puertas —señala el líder de la toma.
Elaboración en base a Catastro de Campamentos del Minvu (2019).
La olla común gaviotana es ejemplo vivo de esa realidad soslayada. Ya sea tras el portón de un campamento o al interior de una población, el hambre en Chile existe y la pandemia solo se encargó de agudizarla. Así lo confirman los vecinos y la revisión de los documentos.
Los números del hambre
El Chile anterior al Covid-19 develaba 600 mil personas en inseguridad alimentaria, término utilizado para describir a aquellos hombres, mujeres y niños(as) en situación de no poder comer o que por falta de recursos tienen que optar por alimentos de baja calidad.
La emergencia sanitaria podría llevar ese valor a más de un millón, situación que a su vez representaría un retroceso hasta los números de 1990, tiempo en que nuestro país reportó aproximadamente un millón 200 mil personas subalimentadas (individuos cuyo consumo habitual de alimentos es insuficiente). (*)
En un seminario desarrollado por el Ministerio de Agricultura el 16 de junio, Julio Berdegué, representante regional de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), se refirió en duros términos al momento alimentario que atraviesa Chile, advirtiendo que podríamos llegar “a un millón de personas que no tendrían cómo parar la olla”.
Apuntando a los contrasentidos endémicos de nuestro país, Berdegué remarcó que el Chile de ingresos altos y exportador de verduras y frutas no ha sido capaz de asegurar el acceso a alimentos a toda su población, y que el Covid-19 no hace más que poner el escenario cuesta arriba, sobre todo en aquellas capas vulnerables.
Las definiciones y los datos globales relacionados a la problemática del hambre en Chile, se alojan en el informe FAO “El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo” (SOFI, por su sigla en inglés). El documento acumula indicadores internacionales e igualmente ofrece un glosario que da cuenta de la complejización de los términos asociados a esta coyuntura.
Efectivamente, si bien “hambre” e “inseguridad alimentaria” aplican en un mismo contexto, según FAO, la primera debe ser entendida como la sensación física de incomodidad o dolor, y la segunda responde al evento en que las personas no dispongan de acceso a suficientes alimentos —inocuos y nutritivos— para satisfacer necesidades y llevar una vida sana.
La revisión de todos los SOFI disponibles en la plataforma documental de FAO permite una mirada en retrospectiva del desempeño de nuestro país. En ellos se aprecia que entre 1990 y 1996 Chile redujo a la mitad la cantidad de personas subalimentadas. Sin embargo, desde ese punto de quiebre hasta ahora, el total de subalimentados se ha mantenido intacto; como si un país completo se hubiese acostumbrado los últimos 20 años a contar con más de medio millón de personas en riesgo de pasar hambre.
De todas formas, los rankings mundiales siguen favoreciendo a Chile, situándolo a la vanguardia de América Latina y el Caribe aun en pandemia. Eso, mientras el 3,5% de la población que convive a diario con la falta de recursos y alimentos, resiste y se organiza ante lo que las planillas suelen indicar como buenos resultados.
Requerida por este tema, Ornella Tiboni, consultora en Nutrición y Sistemas Alimentarios de FAO en Chile, subraya que se deben desenmascarar los números. —Si hablamos de cerca de 600 mil personas es mucha gente, pese a ser una de las cifras más bajas de la región. Aunque sean 10 personas hay que preocuparse, la meta es hambre cero.
En esto coincide Noelia Carrasco, doctora en Antropología Social y Cultural y académica de la Universidad de Concepción. La especialista plantea que la inseguridad alimentaria tiene varias capas y pone al descubierto una estructura desigual y muy vertical de acceso a productos. —Un importante sector de la población vive endeudado y de empleos inestables, y se ha alimentado las últimas décadas de la góndola del supermercado, de productos industrializados, fuertemente cargados al uso de conservantes, altos en sodio y azúcares. Eso se refleja en los indicadores de morbilidad de esta población, altos en obesidad infantil, femenina, y otros padecimientos como la hipertensión.
La también directora del programa de investigación Ciencia, Desarrollo y Sociedad en América Latina, expresa que decir que “no estamos tan mal” es derechamente no entender las dinámicas productivas, territoriales y medioambientales de nuestro país y continente, y desconocer las ramificaciones sociales del fenómeno hambre.
Cuestión de desigualdad
Biobío es la tercera región que muestra la mayor prevalencia de inseguridad alimentaria en el país, con un 14,3% de hogares en esa situación (datos encuesta Casen 2017). Delante de ella están las regiones de Atacama y Arica y Parinacota, con un 16,6% y un 15,5%, respectivamente. Las tres regiones se empinan por sobre el porcentaje nacional, de 13,6%.
Desde FAO transparentan que no existen investigaciones estadísticamente significativas centradas en las regiones. No obstante, responden que las razones de este podio tienen que ver con condicionantes de precariedad y desigualdad propias de los territorios.
Ornella Tiboni menciona que Atacama y Arica y Parinacota están algunos puntos más arriba del porcentaje nacional de pobreza multidimensional (20,7%), y que en Biobío lo que podría estar afectando es la coyuntura del trabajo y la seguridad social. —Muchos de los integrantes de las familias en estas regiones se encuentran desocupados, no cotizan o si están jubilados no reciben pensiones suficientes.
Las tres regiones se sitúan bajo el indicador nacional de desarrollo humano, según constató en 2018 el PNUD en su informe “Desigualdad regional en Chile”. El documento asimismo ofrece una mirada a los ingresos de las regiones, y el caso del Biobío es particularmente desalentador: en la zona, el 52,4% de las y los trabajadores asalariados con jornada de 30 horas semanales recibe una remuneración baja, igual o inferior a $346.547 mensuales.
—La pobreza determina la inseguridad alimentaria. En Chile, la canasta de calidad es un 36% más cara que una básica y eso lleva a que un 27% de la población no pueda acceder a una canasta de calidad —asevera Tiboni, poniendo otra vez de relieve el tema de los ingresos. En Chile hay comida, pero faltan recursos para adquirirla.
La prevalencia del hambre en la encuesta Casen también es ilustrativa de las grandes brechas de desarrollo en nuestro país. La inseguridad alimentaria, el dolor físico por no comer o el malestar propio de la nutrición deficiente, en Chile tiene rostro de mujer, de niños, niñas y adolescentes. De discapacidad, pueblos originarios y migrantes. En todas las familias donde la jefatura de hogar o el entorno mismo presenta alguno de esos factores, pasar hambre es una probabilidad mayor.
Los significados y la realidad
De acuerdo a FAO, el concepto de inseguridad alimentaria se divide en dos: por una parte está la inseguridad grave, que se asocia con pobreza extrema, déficit de nutrientes y desnutrición, y por otra la inseguridad moderada, que se relaciona con la ingesta de alimentos no nutritivos y la obesidad.
Para el tramo 2015-2017, Chile no ofreció datos de inseguridad alimentaria moderada en los informes FAO.
Pese a su extendido uso en el mundo, la seguridad alimentaria como definición no está exenta de críticas. Beatriz Cid, doctora en Sociología y académica de la Universidad de Concepción, señala que organizaciones sociales prefieren abordar la problemática desde la soberanía alimentaria. —La definición de la FAO está puesta en el plano de la oferta, es decir, si existe oferta de alimentos y capacidad de compra, pero no se pregunta de dónde vienen los alimentos. La pregunta por el origen y el proceso que está detrás es la que sí se hace la soberanía alimentaria.
—La soberanía alimentaria es un paradigma de producción y consumo de alimentos que no está centrado en la dependencia del capital. Esto significa que, más que el dinero, lo que importa es facilitar un acceso colectivo a espacios donde producir alimentación saludable de manera local, como sucede con las huertas urbanas o la agricultura familiar —agrega por su parte Noelia Carrasco.
Con estas estrategias podría superarse el paradigma imperante de la alimentación masiva, esbozan las expertas. Uno que empuja a las familias a comprar a crédito productos de mala calidad que terminan generando graves problemas para la salud, como el sobrepeso.
Precisamente, la obesidad en Chile es la otra cara de esta crisis. El año pasado la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) en su informe “La Pesada Carga de la Obesidad-La Economía de la Prevención”, confirmó que Chile se alza definitivamente como el país más obeso del club de las naciones ricas, con un 74,2% de personas mayores de 15 años afectadas por el sobrepeso o la obesidad, porcentaje que nos pone por delante de México y Estados Unidos.
El documento anticipa que a 2050 la expectativa de vida en nuestro país disminuirá 3,5 años explícitamente a causa de la obesidad si no se toman cartas en el asunto.
Pese a los contratiempos, la alimentación saludable es una conversación de todos los días en el campamento Las Algas. La directiva repite constantemente que los almuerzos comunitarios son sanos y que con tal de que las y los niños no dejen nada en el plato se las ingenian para tratar de ofrecer una colación a modo de postre.
En el campamento alguero, la frialdad de las cifras oficiales contrasta con el calor que irradia el fogón y la energía depositada en cada preparación. —Una olla no es cocinar y listo, acá le estamos dando a los vecinos un almuerzo como corresponde, con dignidad, con cariño, con verduras, balanceado, sobre todo para que los niños y los abuelitos coman bien. Una olla quizás se interpreta como llegar y cocinar lo que hay. No, acá no es así —enfatiza Cristina Durán.
Son cerca de las 13:30 horas del martes 14 de julio y un grupo de vecinos comienza a aproximarse a la sede de Las Algas. Vieron en las redes sociales del campamento que el almuerzo estaba listo. El fanpage “Campamento las algas baja lobos viejos Talcahuano” es su mejor canal de comunicación, y pese a que no llega ninguna señal wifi al sector, todos cuentan con teléfono y los datos móviles se comparten.
Las croquetas de jurel se roban la atención de los comensales de la jornada. El día anterior fue el turno de las legumbres y próximamente esperan preparar estofado; un desafío mayor, pues obliga a comprar y manipular cantidades importantes de carne, uno de los productos más escasos para las ollas comunes.
Pasar del jurel al trozo de carne es un pequeño lujo que en Las Algas se vuelve realidad cuando existen donaciones de particulares o dinero de los múltiples fondos a los que postula la directiva. Uno de ellos es el proyecto Cocinas Comunitarias de Fundación Techo, iniciativa que se hace cargo del 50% del costo de las raciones de una olla común.
La primera vez que lo solicitaron obtuvieron $336.000, que fueron destinados a carne y colaciones. Anteriormente también ganaron $100.000 provenientes de Olla solidaria, cooperativa situada en Santiago. El dinero fue utilizado para adquirir embutidos y pollo.
Los aportes en efectivo suelen ser una alegría pasajera, se esfuman apenas llegan. Cristina Durán calcula que una semana de olla común en Las Algas cuesta alrededor de $200.000, ya sea en efectivo o productos donados, por eso apenas se logran adjudicar algún beneficio inmediatamente se ponen en plan de postular a la siguiente convocatoria.
Desde Techo clarifican que el proyecto Cocinas Comunitarias no es un concurso como tal, sino más bien una formalidad que busca fortalecer la organización de los campamentos previo a la cesión de dinero. Mariana Barbosa, profesional encargada en la fundación, explica que el fondo es quincenal y tiene un modelo de solicitud bastante sencillo.
Consultada por la eventualidad de tener que llevar a competir las postulaciones, Barbosa garantiza que eso no ha sucedido y no está en el horizonte, dado que, aunque las solicitudes crecen, la apuesta de Cocinas Comunitarias es ir levantando nuevos aportes privados.
Isidora Lazcano, directora regional de Techo Biobío-Ñuble, puntualiza que cinco campamentos en los que actualmente interviene la ONG desarrollan cocinas comunitarias (ollas comunes) en Talcahuano: Coliumo Alto, Coliumo Bajo, Las Gaviotas, Nueva Libertad y Las Algas. La responsable local reconoce que es muy probable que la lista incremente su tamaño, dado que el panorama sigue siendo incierto y las medidas del gobierno no han tenido el impacto esperado.
Elaboración en base a Catastro de Campamentos del Minvu (2019).
La comuna puerto y sus asentamientos irregulares son uno de los sectores más propensos a la inseguridad alimentaria en la zona. Con 21 campamentos, según el catastro realizado por el Ministerio de Vivienda y Urbanismo en 2019, se ubica en segundo lugar regional tras Lota (24), otro de los focos que preocupa.
Hace diez años, Las Algas venía en un sostenido descenso de habitantes, pero prácticamente se repobló tras el terremoto de 2010. De hecho, la familia de Cristina Durán fue una de las tantas que llegó escapando del miedo al maremoto y como única posibilidad de obtener una casa tras la pérdida de empleos.
Con el fresco recuerdo del 27F, en Las Gaviotas, Héctor Romero sospecha preocupado que nuevas personas llegarán a pedir un lugar producto de la falta de ingresos. —Nos da temor, porque no hay espacio para construir. Es complicado, sería retroceder, volver a cero. La idea es que la gente pueda salir de acá. Por cada familia que se logra ir llega una o dos.
El catastro del Minvu corrobora su sensación. Desde 2011, la cantidad de familias viviendo en campamentos en Ñuble y Biobío creció un 21%, valor equivalente a 6 mil 747 grupos familiares.
Mientras cierran el turno de la olla común y desinfectan la cocina, las y los vecinos de los cerros de Talcahuano cruzan los dedos para que la estela de pobreza que dejó el terremoto y tsunami de 2010 no se repita una década más tarde con la pandemia.
De todas formas, la incertidumbre no les quita la satisfacción de la jornada. Son las 15:30 de la tarde y en Las Algas y Las Gaviotas nadie se quedó sin almorzar.
Escucha «Ollas vacías: el hambre que acompaña a la pandemia» en Notas al pie, el podcast de Noticias UdeC. Disponible en Spotify y Apple Podcasts.
(*) Los informes FAO de 2013, 2014 y 2015 cifran la subalimentación en Chile para el período 1990-1992 en 1.200.000 personas. Los informes de 2002, 2003, 2004, 2005 y 2006, cifran la cantidad en 1.100.000 personas. Los informes de 2008, 2009, 2010 y 2011, cifran la cantidad en 900.000 personas. Desde FAO en Chile indican que estas variaciones responden muy probablemente a ajustes estadísticos.
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