Bajo nuestros pies, memoria e injusticia territorial
Crédito: FAUG UdeC
En Chile, el suelo ha sido la matriz de la agricultura familiar campesina, la cuna de los antiguos cultivos cerealeros de la zona mediterránea y la base material de modos de vida que sostienen la identidad y la seguridad alimentaria del país.
El Día Internacional del Suelo, nos invita a inclinar la mirada hacia ese protagonista silencioso que sostiene la vida. Un recurso que nutre el Objetivo de Desarrollo Sostenible N°15, que nos llama a proteger, restaurar y cuidar los ecosistemas terrestres. Protagonista que, sin embargo, suele permanecer ausente en las decisiones económicas, políticas y territoriales que definen nuestro destino colectivo. El suelo está ahí, bajo nuestros pies, sosteniendo todo, pero rara vez lo vemos.
La degradación del suelo es hoy una de las señales más inquietantes de la crisis ambiental global, un síntoma profundo que el IPCC, describe como una tendencia persistente y negativa en la calidad de la tierra, acelerada por nuestras actividades y por un clima trastocado por la acción humana. Esta pérdida erosiona la biodiversidad, alimenta el calentamiento del planeta y amenaza la seguridad alimentaria. Naciones Unidas estima que cada año desaparecen cerca de 100 millones de hectáreas de suelos fértiles: es la delgada piel de la Tierra que se deshace entre nuestras manos.
Entre las múltiples expresiones de este deterioro, la erosión ocupa un lugar central. Avanza más rápido de lo que la naturaleza puede reparar, desgastando la productividad agrícola y debilitando los ecosistemas. Con cada capa de suelo que se pierde, también se pierde capacidad de adaptación, resiliencia y futuro.
En Chile, el suelo ha sido la matriz de la agricultura familiar campesina, la cuna de los antiguos cultivos cerealeros de la zona mediterránea y la base material de modos de vida que sostienen la identidad y la seguridad alimentaria del país. Pero ese suelo que nos alimenta ha debido enfrentar una competencia desigual: décadas de expansión forestal industrial, el avance de la fruticultura de exportación y las lógicas extractivas que han desgastado, lenta y sistemáticamente, vastas extensiones del centro-sur.
Recorrer la Cordillera de la Costa es caminar por una geografía herida. Las cárcavas se abren como cicatrices recientes y antiguas, revelando suelos que se afinan, se empobrecen, se desprenden. No se trata de una deriva natural: es la memoria acumulada de siglos de uso intensivo sin reconocer los límites ecológicos del territorio. En la cuenca del Andalién, históricamente ganadera entre los siglos XVI y XVIII, agrícola hasta el XIX y forestal desde mediados del XX, el paisaje cuenta esta historia con crudeza: barrancos profundos, laderas desgastadas, tierras desnudas que exponen lo que alguna vez fue bosque, pradera o cultivo.
La erosión de cárcavas, hoy reconocida como un problema global, no distingue latitudes. Surge cuando el suelo pierde cobertura, cuando las lluvias extremas remueven lo que ya no está protegido, cuando los usos del territorio rompen equilibrios finos. Y una vez que emerge, puede permanecer activa durante décadas, incluso cuando las condiciones cambian. Aunque existen estrategias efectivas de conservación, su adopción sigue siendo limitada. La ciencia advierte la urgencia de redes globales de monitoreo; los territorios, en cambio, lo sienten en cada temporada de lluvias.
El suelo, entendido como un conjunto de minerales, agua, aire, raíces, microorganismos, roca madre, resulta ser un entramado vivo y complejo. Pero también es memoria. Guarda huellas de incendios, sequías, prácticas agrícolas, decisiones públicas y omisiones privadas. Allí se escriben, con la letra lenta del tiempo, las desigualdades. En Chile, no es casual que las zonas más degradadas coincidan con los territorios más precarizados, donde la subsistencia depende directamente de la salud de la tierra.
Aun así, la agricultura familiar campesina resiste. Lo hace en suelos presionados por el mercado, por el clima, por la larga historia de degradación acumulada. Su presencia, muchas veces invisibilizada, es un ancla ética en un escenario de crisis hídrica y pérdida de biodiversidad. Por eso, hablar hoy de suelo es hablar de justicia territorial. La erosión no es solo un proceso físico: es la expresión visible de modelos de desarrollo que homogenizaron el paisaje, redujeron la diversidad productiva y debilitaron la resiliencia comunitaria. Restaurar los suelos degradados no es únicamente una tarea técnica; es una decisión política y un compromiso con nuestra historia común.
En este Día Internacional del Suelo, conviene recordar que no existe seguridad alimentaria sin suelos fértiles, ni cuencas sanas sin vegetación nativa, ni futuro sostenible sin restauración ecológica. Cuidar el suelo es cuidar la memoria de los paisajes que habitamos y, sobre todo, el porvenir de quienes aún no llegan a pisarlo.
Columnista
Dra. Edilia Jaque Castillo
Dra. en Ciencias Ambientales
Académica FAUG UdeC
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