Crédito: Wikimedia Commons
Para poder avanzar en la garantía y protección de los derechos humanos de todas las personas, no podemos seguir justificando ni las microagresiones ni las muertes por el color de su piel, el género o cualquier otra razón.
En Estados Unidos, tanto la muerte de George Floyd como las protestas y los saqueos posteriores, nos recuerdan debates pendientes sobre la violencia policial, la movilización social y el derecho a la protesta en Chile. En ambos países, se observan manifestaciones pacíficas que expresan un rechazo a la violencia y discriminación estructural justificada por un marco legal y político que ha perdido legitimidad. Desde ambos gobiernos, se observa una reacción desmedida hacia las protestas pacíficas, entendida como derecho humano emergente que combina la libertad de reunión con la de expresión, y que nos recuerdan la centralidad de la dignidad humana.
Aunque Trump y sus asesores la niegan, hay creciente reconocimiento que la discriminación racial impregna la sociedad y su estructura político-institucional. La esclavitud empezó durante el periodo colonial, y no se ha logrado eliminar la violencia racial a pesar de los avances. El estilo político de Trump combinado con la represión policial ha gatillado el apoyo hacia el movimiento #BlackLivesMatter y su demanda de enfrentar la discriminación estructural a pesar de la pandemia. Personas blancas salen a las calles en apoyo de los derechos de personas afroamericanas porque saben que la protección de derechos humanos depende que los demás también los protejan. En un contexto que las mismas autoridades no los respetan, las personas exigen su defensa.
Desde las Naciones Unidas, nos recuerdan que cada Estado debe realizar sus mejores esfuerzos para disminuir los factores estructurales de la desigualdad racial, reconociendo sus raíces profundas en toda sociedad. Estas forzantes de la discriminación, que son sociales, económicas, políticas y especialmente jurídicas, pasan desapercibidos por la población blanca porque no les afectan negativamente, sino que les favorecen.
Para poder avanzar en la garantía y protección de los derechos humanos de todas las personas, no podemos seguir justificando ni las microagresiones ni las muertes por el color de su piel, el género o cualquier otra razón. En Chile, tampoco podemos permanecer de forma pasiva cuando vivimos en una democracia cuya institucionalidad protege principalmente los derechos de quienes son los más privilegiados. Aquí también hay discriminación estructural y ahora es el momento para plantear los derechos humanos como los principios que fundamentarán la nueva Constitución.
Columnista(s)
Gidhd UdeC
Grupo Interdisciplinario de Investigación en Derechos Humanos y Democracia
Universidad de Concepción
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