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La pena puede tener que ver con un proceso natural de la vida, un episodio doloroso, una pérdida, el estrés de nuestra cotidianidad o simplemente, como parte de las crisis vitales que podemos experimentar en varios momentos de nuestras vidas.
En la Grecia Helenística, Aristóteles destacó en el s. III AC no tan sólo como filósofo, sino también como un observador de lo humano. En su obra “Problema XXX”, se refirió a la melancolía, pues asociaba a esta condición la creatividad y genialidad, probablemente por la relación de esta condición psicopatológica con las características de la manía, elementos que en su conjunto actualmente se denomina Trastorno Bipolar. Sin embargo, uno de los elementos que fue recogido siglos después, en el renacimiento, fue la descripción de ese estado melancólico, en el cual predominaba un estado, casi desconectado de la realidad que fue denominado depresión. Este cuadro no era algo determinado por una circunstancia o experiencia, y algún tipo de reacción solamente, sino que el sentir, pensar y comportarse, desencadenado por un estrés, se independiza y va generado una realidad íntima y constante, de dolor, angustia y tristeza. La culpa, minusvalía y pesimismo son los sentimientos que destruyen cualquier análisis. No es comprensible, coarta el proyecto vital, se apaga la fuerza que nos lleva a busca sentido a nuestras vidas.
Paulatinamente, hemos logrado visualizar como sociedad que mucho de nuestro sufrimiento físico y/o mental, se puede explicar desde los determinantes psicosociales, por lo que atribuirle sin un análisis comprensivo todo lo que genere tristeza a la depresión, ya no es tan inmediato. Sabemos que la pena puede tener que ver con un proceso natural de la vida, un episodio doloroso, una pérdida, el estrés de nuestra cotidianidad o simplemente, como parte de las crisis vitales que podemos experimentar en varios momentos de nuestras vidas.
Así, el pretender explicar nuestro sentir desde la depresión, implica que existe una base biológica. Es decir, es una cadena de elementos genéticos, neurodisiológicos, hormonales, inflamatorios e incluso inmunológicos que afectan de manera intensa y constante nuestro organismo.
Dentro de las opciones terapéuticas más conocidas tenemos los psicofármacos, los cuales permiten a través de los antidepresivos generar oportunidades de mejora notables. Su objeto es revertir la sintomatología, y sus cuidados van esencialmente en la línea de equilibrar la forma de presentación del cuadro con el perfil de efectos secundarios de estos y las posibles comorbilidades.
Sus sabidas dificultades tienen que ver con la necesidad de utilizarlos por periodos que no pueden ser menores a 6 meses y que pudiesen extenderse por un año y más. Sin embargo, al contrastar ello con la calidad de vida, la recuperación de la funcionalidad y la remisión de síntomas críticos como la ideación suicida, pareciera ser un costo razonable.
Pero, no tan sólo existe esta terapéutica biológica. Bien conocida y controversial es el uso de la Terapia Electroconvulsiva, la cual durante medio siglo fue utilizada como el mejor ejemplo de la vulnerabilidad de las personas con enfermedades mentales frente la necesidad de la sociedad para esconderlos en hospitales psiquiátricos. Actualmente, su utilidad es clave en los cuadros graves, que no presentan una respuesta a la terapéutica inicial y en donde existe riesgo vital. Las condiciones actuales de aplicación se dan en un contexto médico de cuidados absolutos, con altos parámetros de calidad y bajo criterios de inclusión estrictos.
Y aunque la gravedad es un parámetro fundamental para determinar el abordaje clínico de la depresión, también existen otros aspectos como la estacionalidad. Es decir, cuadros depresivos que se prensentan específicamente es las épocas del años donde existe una variación de la luminosidad. Bien sabido es como los países nórdicos al presentar en algunas épocas del año menos luz, tienen mayores prevalencias de personas con esta enfermedad. Y aunque este factor es fácilmente identificable, también está la predisposición genética. De ahí la importancia de identificar estos factores en el análisis clínico, para así no tan solo ofrecer en la terapéutica acciones farmacológicas, sino también la terapia lumínica, la cual actualmente puede ser aplicada a través de lentes que generan una luz con una intensidad específica y que puede ser programada desde una aplicación en el celular.
Y si ya esto es novedoso, existe desde hace ya décadas en el mundo el uso de la Terapia Magnética Transcraneal, la cual se fundamenta en la generación un campo electromagnético en el cuero cabelludo que penetra algunos centímetros y estimula la repolarización de vías neuronales que se ven comprometidas en esta enfermedad. Su aplicación es segura, rápida e incluso permite que quien la recibe, pueda volver a su trabajo o sus actividades habituales casi de manera inmediata. Es importante señalar que su uso se extiende a múltiples enfermedades psiquiátricas (ansiedad, trastorno obsesivo compulsivo, abuso de drogas, entre otros) y neurológicas (Párkinson, dolor, etc.), e incluso a condiciones como el trastorno del espectro autista.
Todos estos avances todavía no han adquirido un impulso en nuestro país, pero la evidencia y el respaldo de instituciones como la FDA y el esfuerzo de muchos investigadores de todo el mundo, han ido dando la validez necesaria para iniciar el uso en nuestra población.
Finalmente, no podemos dejar de mencionar la necesidad de que cada persona busque con responsabilidad y dedicación no tan sólo las estrategias para resolver su sufrimiento con estas alternativas terapéutica, sino que también busque dar respuesta a los múltiples factores de nuestra existencia que pueden estar provocando un sufrimiento y que no siempre estamos dispuestos a mirar.
Columnista
Dr. Gonzalo Navarrete Ríos
Académico del Departamento de Psiquiatría y Salud Mental UdeC
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