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Desde la evidencia científica, he observado que uno de los principales desafíos en el sector es que las políticas públicas actuales no logran captar la complejidad social y territorial que enfrentan los pequeños productores acuícolas.
En Chile, la acuicultura ha sido promovida como una actividad estratégica para diversificar la economía costera, generar empleo local y contribuir a la seguridad alimentaria. Sin embargo, gran parte de la atención se ha centrado en la acuicultura industrial, especialmente la salmonicultura, dejando en la sombra una realidad menos visible: la de los pequeños productores.
Según la normativa chilena, se considera como acuicultura de pequeña escala (APE) a aquellas concesiones de hasta 10 hectáreas o centros con producción anual inferior a 500 toneladas, incluyendo cultivos en concesiones, áreas de manejo, y colecta de semillas. Estas APEs, a diferencia de las grandes empresas acuícolas, suelen operar con baja tecnología, en condiciones geográficas complejas y con limitado acceso a financiamiento, redes comerciales o asesoría técnica.
Recientes estudios muestran que lejos de las promesas de desarrollo inclusivo, muchos de estos productores enfrentan altos niveles de vulnerabilidad socioeconómica. Factores como el aislamiento territorial, la concentración en una sola especie (como el pelillo o el chorito), la falta de apoyo institucional y las desigualdades de género agravan la situación. En particular, las mujeres productoras enfrentan barreras adicionales tales como menor acceso a recursos, baja visibilidad en las organizaciones, y una doble carga por su rol en el trabajo y el hogar.
Desde la evidencia científica, he observado que uno de los principales desafíos en el sector es que las políticas públicas actuales no logran captar la complejidad social y territorial que enfrentan los pequeños productores acuícolas. Si bien existen normativas específicas e instrumentos de fomento, muchos de ellos se diseñan desde una lógica predominantemente productiva, sin considerar de forma explícita las condiciones socioculturales ni las trayectorias diferenciadas de los territorios costeros.
Si bien la normativa que regula la APE amplía formalmente las posibilidades de participación, incluyendo a personas naturales, organizaciones artesanales y comunidades indígenas, aún persisten barreras estructurales. Por mencionar algunas, destacan la dificultad de acceder a zonas costeras disponibles para el cultivo, conflictos de uso entre múltiples actores o requisitos técnicos difíciles de cumplir. Estas condiciones limitan el ejercicio efectivo del derecho a participar en igualdad de condiciones y perpetúan brechas históricas en el sector.
Además, las estadísticas oficiales tienden a subrepresentar la diversidad interna del sector. No es lo mismo un productor con una pequeña concesión acuícola que una organización artesanal responsable de varias concesiones de gran tamaño. Tampoco son comparables una mujer recolectora, con un productor con acceso a canales de comercialización consolidados. Tratar a todos por igual en el diseño de políticas implica, en la práctica, perpetuar desigualdades.
Enfrentar los grandes desafíos de los pequeños productores requiere transformar la forma en que diseñamos las políticas públicas para el sector. Debemos visibilizar trayectorias productivas diversas, escuchar las voces de quienes operan en contextos adversos y repensar los instrumentos de fomento con enfoque territorial, de género y de participación efectiva. La sostenibilidad no se logrará únicamente con mejoras técnicas o mayor producción, sino a través de políticas que enfrenten las desigualdades estructurales y que se diseñen con los actores locales, no para ellos.
Columnista

Dra. Marjorie Baquedano Rodríguez
Investigadora adjunta Centro INCAR UdeC
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