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Los ecólogos hemos repetido hasta el cansancio que la relación humano-naturaleza es crucial para el bienestar de las personas. Dependemos de la naturaleza y nuestras acciones provocan daño a los sistemas naturales que nos proveen de los bienes y servicios que necesitamos.
La actual crisis del coronavirus nos hace cuestionar no sólo la capacidad de nuestro sistema de salud en tiempos de pandemia, sino también, más profundamente, de qué manera 7,6 mil millones de personas logramos vivir en un planeta en crisis, enfermo.
Los ecólogos hemos repetido hasta el cansancio que la relación humano-naturaleza es crucial para el bienestar de las personas. Dependemos de la naturaleza y nuestras acciones provocan daño a los sistemas naturales que nos proveen de los bienes y servicios que necesitamos. Esta relación ha sido puesta en evidencia por la creciente crisis climática, que, si bien ha acaparado muchas portadas, ha generado pocas medidas efectivas. Desafortunadamente, el problema va mucho más allá.
La creciente degradación ambiental, la contaminación, las especies invasoras y la insustentabilidad e irresponsabilidad de nuestras actividades económicas han puesto en riesgo el futuro del planeta y de nuestra especie. Las ciudades y las zonas agrícolas van creciendo en desmedro de los ecosistemas naturales, reduciendo su hábitat y aumentando la posibilidad de contacto con especies silvestres. Este es el caso del Covid-19, que, aunque no se ha confirmado si se debe a un virus proveniente de un murciélago o de un pangolín, ambos son mamíferos amenazados por la deforestación y considerados una “delicatessen” en Asia.
El salto de patógenos como el Covid-19 irá en aumento si es que no cambiamos nuestra relación con la naturaleza. No pensemos que ésta es una realidad está ajena a Chile. Basta mencionar el caso del virus hanta que es portado por varias especies de roedores nativos, en creciente contacto con el ser humano. La degradación ambiental y la falta de medidas de bioseguridad hace que nuestras actividades normales (ej. casas de veraneo, faenas agrícolas-forestales) nos expongan a un mayor riesgo de contagio, que debido a la incipiente transmisión persona-a-persona podría tener consecuencias aún más graves.
Con el nivel de globalización del planeta, donde podemos tomar un vuelo directo de Londres a Sídney en 18 horas y dispersar microorganismos y patógenos como nunca ha ocurrido a escala geológica, queda claro que no estamos preparados para enfrentar una pandemia. Esto fue demostrado por la rápida expansión del coronavirus que tomó por sorpresa a expertos y políticos.
¿Significa esto que tengamos que frenar la globalización? Nuestra respuesta es un rotundo no, lo que tenemos que hacer es generar una “buena” globalización. Nuestras autoridades y sociedades tienen que estar alineadas con la evidencia científica y un sentido de justicia social y ambiental urgente. Una “buena” globalización necesita un planeta sano, y que seamos más conscientes de valorar las contribuciones de la naturaleza para nosotros y otros. La provisión de agua, el aire limpio, la recreación y la producción de alimentos, son más importantes que intereses meramente económicos.
Esta globalización debe respetar la diversidad local, cultural y ambiental, para así crear sistemas de bioseguridad que permitan reducir a tiempo la expansión de patógenos antes de convertirse en pandemias y sistemas resilientes que permitan soportar las contingencias y catástrofes ambientales. Nuestra sociedad debe comprender que la solidaridad global es la única forma de avanzar, y frenar esta pesadilla planetaria y otras peores que podrían estar por venir.
Columna publicada el 19 de marzo en diario El Sur.
Columnista(s)
Dres. Aníbal Pauchard y Cristóbal Pizarro
LIB
- Facultad de Ciencias Forestales
Universidad de Concepción
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