Crédito: Facultad de Humanidades y Arte UdeC
El cuerpo del prisionero de Alberto Burri, así como el de aquellos pretéritos artistas del interior cavernario, no han sido clausurados, son cuerpos que por su arte continúan en expansión.
En lo que va de pandemia y todas las restricciones asociadas a ella: aislamiento obligatorio y otras dificultades y carencias, pueden configurar un obstáculo para quienes se dedican a la enseñanza del arte y su manifestación plástico-visual. Sin embargo, paradojalmente, eso mismo puede servir de estímulo reflexivo y de creación, así ha ocurrido muchas veces.
En tal sentido hay un caso emblemático: el de Alberto Burri (Italia 1915-1995) a quién se considera uno de los iniciadores del “Art Povera” (Arte Pobre). En 1940, recién comenzada la segunda guerra mundial, Burri estaba recién titulado en medicina, por lo que debió asumir como médico militar del ejército italiano en el norte de África. Allí su unidad fue capturada y trasladada a un campo de prisioneros de guerra en Texas (USA).
Fue en ese riguroso encierro y carente de todo material expresivo convencional, que Alberto Burri comenzó a experimentar con lo que tenía a mano: trozos de tela cosidos, tierra, alquitrán o cuanto tuviera a mano. Una vez concluida la guerra Burri se trasladó a Roma en dónde se dedicó de manera exclusiva a su pintura, hasta su muerte en 1995.
Tal fue el impacto de su arte “polimaterialista”, que ya en 1950 exponía en las principales galerías europeas y estadounidenses. Instalado en Roma y asociado con otros artistas afines, fundó el grupo “Origine”. Más tarde, establecido en Estados Unidos, hizo clases hasta 1960, fecha en que también se celebró una retrospectiva de su obra en la Bienal de Venecia.
Pero la razón de fondo para recordar la obra de A. Burri en el contexto pandemia, es llamar la atención sobre su actitud de resiliencia y voluntad de producción artística en circunstancias adversas; porque si bien no estuvo prisionero en un campo de concentración al estilo nazi, tampoco contaba con las comodidades ni acceso a materiales que posee cualquier persona en libertad.
En otras palabras, lo que motiva citar la obra de Burri es el haber logrado una producción artística potente en condiciones de encierro y en aguda carencia de materiales. Todo aquello nos lleva a pensar como los desincentivos devienen alicientes cuando hay deseo y determinación. Y no refiero al deseo traducido en codicia o desenfreno, sino al que alimenta de vitalidad todo proyecto humano. La espiritualidad misma se nutre de deseo.
Se trata de la misma energía deseante que hace miles de años motivó al hombre rupestre para que en la penumbra de una caverna haya podido pintar, y con ello ordenar el incierto caos en posibilidades individuales e interiores y por lo mismo exteriores y cósmicas. Y todo eso teniendo como materiales un poco de grasa, tierra colorada, carbón y algo de cal.
Destacado: Esta pandemia se manifiesta también en una ralentización de la vida. Sin embargo tal lentitud permite retomar el ritmo biológico perdido por la velocidad que nos trajo la tecnologización contemporánea que, si bien nos conecta con casi todo, también nos obliga a vivir en la periferia de nosotros mismos.
Contemplar, dibujar, pintar o modelar con intención creadora, conlleva cierto reencuentro con el cuerpo palpable y habitable desde la propia piel. Y cuando digo cuerpo, estamos diciendo músculos y huesos, pero también aludimos a esa asombrosa víscera que se ha autodefinido como cerebro pensante, neurológicamente imaginante.
El cuerpo del prisionero de Alberto Burri, así como el de aquellos pretéritos artistas del interior cavernario, no han sido clausurados, son cuerpos que por su arte continúan en expansión, sea por la infinita imprecisión del afuera o por lo extenso del cuerpo social. Podemos entonces pensar, como un virus inmensamente menor, nos recuerda verdades inmensamente mayores.
Columnista(s)
Dr. Edgardo Neira Morales
Profesor emérito
Departamento de Artes Plásticas
Universidad de Concepción
- Compartir
- Compartir